...que las estrellas caigan del cielo.
Follar con P. era como hacer cine. Eran polvos enormemente cinematográficos, pero largos y grandiosos, eso sí. Todo muy visual, erótico y llamativo, un polvazo estudiado con el guión escrito a medias, calulando el enfoque y la intensidad de la luz para provocar orgasmos en la protagonista (véase, servidora) y el aplauso del público (fictico, claro) al terminar las acrobacias propias de este tipo de escenas.
Las secuencias nos salían perfectas a la primera, casi sin querer, aunque repitiéramos alguna toma porque yo me había quedado con ganas de más. Él hablaba mucho, me daba indicaciones con la cara que, imagino, ponen los directores importantes y expertos cuando deben manejar a actores novatos:- Nena, ponte así mejor, que te vea yo esa carita de ***** que tienes...Pero al final yo me olvidaba de todo, me moría sola improvisando, le salía con un movimiento totalmente imprevisto y empezaba a gemir rápido, y a P. no le quedaba más remedio que seguirme el juego, entre desconcertado y furioso.
Yo disfrutaba tanto, fotograma a fotograma, que no veía las horas pasar y al final del día teníamos un largometraje de siete horas y media en el que todo resultaba indispensable.Cada gesto, cada frase y caricia iba encaminado a embellecer, a enriquecer la escena. Y no, no me molestaba nada la presencia de la cámara, al contrario. Era casi reconfortante saber que todo mi placer quedaba grabado en esa mecánica retina, y me movía serpenteando bajo su atenta mirada, como cuando te desnudas frente a una ventana abierta sabiendo que tienes un vecino muy dado al voyeurismo.
P. me dirigía y lo hacía bien, me follaba con la maestría de, digamos, Truffaut o Wenders, con ese punto de talento y genialidad que se esconde bajo capas de modestia y sencillezY a mí me gustaba ser la estrella de sus escarceos amorosos, pero pronto conocí a K. y me entraron unas terribles ganas de saber cómo se las ingeniaría él para satisfacerme.
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Era un chico enclenque, de cabellos rizados y ojos claros. Músico, y eso se notaba. Se notaba sobre todo en su modo de acariciarme los muslos como si sus dedos se deslizaran por las teclas de un piano, y por su peculiar modo de hacerme entender lo que deseaba. Utilizaba un lenguaje distinto, hecho de acordes siempre afinados, muy alejado de aquél al que me había acostumbrado P., más crudo y explícito.
K. apenas se movía, dejaba que yo descubriera dónde se escondían los resortes de su cuerpo, me exigía ser lenta y meticulosa. Ni se te ocurra olvidar un sólo pentagrama, solía decirme al empezar a desabrocharme la blusa. Y yo sonreía, ronroneaba y le lamía la boca intentando que mis manos aprendieran de memoria la extraña geografía de su espalda.
Con él también aprendí a respetar tiempos y silencios, y logré desprenderme de la embarazosa costumbre de salir corriendo al baño en cuanto cayera desplomado sobre mi cuerpo.
- Tienes que darte un rato, descansa un poco al terminar, hasta que cesen las vibraciones de tu vientre.
Y yo, que siempre fui una alumna aplicada y paciente, esperaba, acostada en la cama, a que se me permitiera, por fin, levantarme y beber agua.
Le complacía escuchar el ritmo de nuestras respiraciones acompasadas, hasta el punto de llegar a grabarlas e incluirlas en lo que más tarde sería la banda sonora de una película francesa.
En cambio, K. no me permitía ruidos excesivos, ni gritos ni suspiros hondos: hacerle un blow-job se convirtió en un ejercicio silencioso y preciso, pues no toleraba que el contacto se extendiera más allá de la frontera de los siete minutos. Siete minutos, decía, es lo que dura una sonata perfecta.
Todo iba bien hasta que dejó de follarme y se le metió en la cabeza hacerme el amor, pensando que algo de sentimiento le daría más "relieve a la música de nuestros cuerpos" (sic).
Se empeñó tanto en conseguir su propósito que me cansé, y comprendí entonces que era mejor salir corriendo en dirección opuesta a ese loco peligroso y cursi que podría matarme de hiperglucemia. Como no soy muy dada a sentimentalismos baratos, no recuerdo la fecha en que ocurrió, pero sé que me marché para no volver una tarde en la que él componía una obra nueva mientras yo hacía la maleta, distraída. De fondo sonaba el Réquiem de Mozart.
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Con H. era todo mucho más agresivo y violento, pero tanta hostia me impedía concentrarme en chupársela como es debido y tuve que dejarle. Él me dejó tantos cardenales como facturas sin pagar.
También lo intenté con Z., un maniaco-depresivo con tendencias suicidas, algo dado a la bebida y obsesionado con Joyce. Le abandoné el día en que presentaba su tesis doctoral.
(A todo esto, P. ya se había convertido en un director porno de prestigio, y le dieron algunos premios que lo consagraron como el mejor guionista de la historia del cine X, lo cual no deja de tener mérito.)
Poco después me acosté con un traumatólogo insoportable que aprovechaba mi flexibilidad innata para repasar sus clases de anatomía y además, susurraba el nombre de su ex mujer cuando se corría sobre mí.
Lo cierto es que desfilaron por mi cama tantos hombres como perversiones existen: carteros, chiflados, trompetistas de jazz y poetas en paro, vegetarianos convencidos, mentirosos compulsivos, culturetas, irlandeses y checos, hijos de Satanás, cínicos y traviesos, gafapastas, tímidos sin remedio, fanáticos del fútbol y la patria, reclutas de pelo en pecho, asiduos oyentes de la Cope, evangelistas, profesores de facultad, canallas del tres al cuarto, progres, fumadores, sibaritas, ingenieros mediocres y arquitectos famosos, turistas de incognito, nuevos ricos, juergistas, estúpidos, cretinos y otras tribus urbanas, infieles enamorados, moteros, un tío clavado a Jeff Buckley, otro que me insultaba al oído, críticos literarios y un periodista deportivo con complejo de Edipo...
Lo he probado casi todo, pero ahora, cosas de la vida, lo que de verdad me apetece es... follarme a un taxidermista.