domingo, 2 de diciembre de 2007

Hoy.

Siempre aparece sin avisar los domingos por la tarde, hablamos un poco y me acaricia apretando fuerte, como una bestia en celo. Viene los domingos y el resto del tiempo no sé qué hace ni dónde va. La mayoría de las veces nos limitamos a devorarnos con la mirada, como caníbales hambrientos. Ya de madrugada me dice que siempre igual, siempre persiguiendo libros o desconocidos. Que me gusta demasiado tentar a la suerte. Que algún día se me torcerá la jugada y acabaré sola. Yo no contesto porque sé que es inútil, aunque intentara explicarle que me dedico a naufragar por las noches para escapar del agua estancada y la podredumbre que lo engulle todo, se empeñaría en no hacerme caso. Una vez se enfadó por un asunto que ya no recuerdo y se puso a patearme como un loco, hizo temblar las paredes y los cristales, resonaron las vibraciones de sus puñetazos en todo el edificio. Cuando está borracho no hay manera de entenderse con él: lo tiñe todo de literatura barata, empieza a decir cosas como “Mi único refugio es un barco de piedra cruda, un navío de óxido y musgo gris”, tira cosas al suelo entre gritos y golpes. Mezcla escenas de películas y recuerdos inventados, se pone hecho una furia si me atrevo a contradecirle en algo. Cuando tiene un día malo viene y se queda sentado en silencio, a mí me desquicia verle así callado, por lo que acabo soltando alguna estupidez y él aprovecha para abalanzarse sobre mí y reventarme la cara a hostias. Después me escupe en la boca y noto cómo se mezcla el sabor de mi sangre y su saliva. Trago y sonrío. Me gusta porque me desabrocha el vestido con más ganas que nadie, y porque al fin y al cabo es el único que se ha dignado a follarme como merezco. Cuando nos puede el cansancio caemos rendidos en la cama sin hacer. Duerme con los ojos abiertos. En serio. Cuando se lo digo contesta que es porque no puede fiarse de mí, y tiene que vigilarme hasta en sueños. También me agarra de la garganta, como si tuviera miedo de que me escapara.