Hace algún tiempo tuve un ataque de insomnio incontrolado. Mi médico dice que ya estoy bien, o al menos, todo lo bien que puedo estar. Durante ese interminable periodo de reflexiones absurdas y ojeras grisáceas, me inventé un personaje cada noche. También escribí esto:
Me queman los labios. Quiero decir, me arde la boca. Y la tengo inflamada y roja, y me gusta así entreabierta, como sugiriendo la entrada a otros mundos de fuego donde poder derretirse de amor y deseo mezclados. Tengo la boca roja y el corazón caliente. Y escribo sin ton ni son, ni saber muy bien dónde poner los acentos y con el miedo que me persigue, notando su aliento fétido en mi nuca. Es persistente el miedo. Insiste demasiado, pero eso podría salvarme. Cuando se conjugan el amor y el miedo me convierto en un mecanismo de reacciones insospechadas, en un resorte estirado y a punto de ceder.
Quiero crearme un rostro más duro frente al espejo, más intenso, y aprieto muy fuerte la boca logrando una patética mueca, en un vano intento de hacerme creer que soy más de lo que veo.
Buceo en mi interior y sólo acierto a descubrir luces apagadas, con la bombilla aún tibia. Sin embargo, albergo un atisbo de esperanza, una mezcla de confianza y secreta vanidad; y es que yo debo estar hecha de otra materia. No de esa pasta convencional, sensible al cambio de temperatura y otras inclemencias del tiempo, aunque tampoco de esa luz etérea con la que se construyen los ángeles, no.
Mi cuerpo se me antoja un refugio sólido y seguro, donde es posible abrigar algún alma desvalida en las noches en la que el mundo no ofrece más escondite que las esquinas que rezuman olor a orín y cerveza caliente.
Yo sería entonces una tabla de salvación, la única posible para las almas llenas de sudor y tormento, un lugar cálido de donde escapar de la fealdad que impera en este mundo, del reino de lo cotidiano.
Seré una de esas criaturas de excepción que tienden a lo infinito, que ansían alcanzar lo sublime de cualquier modo, desechando cualquier dilema existencial o juicio moral de los actos propios y ajenos. Cualquier cosa vale si está encaminada a la búsqueda de lo absoluto.
El ansia de la vida siempre es más poderosa que la pulsión de muerte, aunque en mí habiten estas dos tendencias, y cada una pugne por sobreponerse al contrario. Es la eterna lucha con el enemigo que es uno mismo, hay alguien dentro de mí que pelea, rabioso, por vencer a ese otro que soy yo mismo.
En mí existen dos corrientes antagónicas, aparentemente contradictorias, que, sin embargo, se necesitan para sobrevivir. Se afierran con una fuerza que me desconocía hasta este momento; y es que no son nada sin su rival, que justifica su existencia.
Sólo hay un fenómeno de mi cuerpo que no conoce contrincante: el Hambre. Sí, así, con mayúscula. Una mayúscula sonora, que llena la boca.
Mi Hambre es insuperable: no tiene rival posible. Y no me refiero al Hambre de pan ni a la sed de agua. La mía es un Hambre de inmensidad, de grandeza, de belleza. Mi Hambre siempre reclama bocados más exquisitos, golpes más fuertes, caricias más intensas.
Mi Hambre se agita, inquieta, perpetuamente insatisfecha. Hay algún modo de apaciguarla, alimentándola de caramelos y otros caprichos indecentes que calman momentáneamente su furia.
Pero siempre vuelve, con un apetito voraz, y tengo que controlarla para que no me engulla sin remedio, arrollándolo todo a su paso. Por eso soy una niña redonda y hambrienta: porque mi Hambre quiere verlo, saberlo y probarlo todo.
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