(Sí, este es el viejo truco de publicar textos que escribí hace tiempo, para que no se note demasiado que estoy tan ocupada atendiendo vicios indecentes, respirando oxígeno a borbotones y procurando parpadear de vez en cuando que se me ha olvidado cómo iba eso de la inspiración. No me lo tengan muy en cuenta. Al menos, no por esta vez.)
Qué quieres que le haga, mis amantes ocasionales siempre me parecen mucho menos divertidos y guapos al día siguiente, mucho menos ocurrentes e ingeniosos. Bastante tengo con compartir sábanas con un desconocido, para que además el susodicho amanezca inoportunamente dicharachero y se me ponga a disertar sobre la importancia de un desayuno equilibrado. El problema es que con gente así no hay manera de descansar después de correrse. Y el par de polvos que me echó aquel chico del autobús resultaron especialmente agotadores. Yo no tenía intención de levantarme en todo el día, pero él empezó a curiosear por el dormitorio. Me incomodaba mucho que hurgara entre mis cosas, que me juzgara por los discos que se apilaban en los estantes (sí, escucho a Sigur Ros, ¿qué pasa?). Cuando le vi por primera vez me llamó la atención porque flotaba entre la multitud y se le notaba cómodo con su cuerpo. Volvimos a cruzarnos un par de días más tarde, en un pub abarrotado de estudiantes universitarios. A escasos milímetros el uno del otro, de nuevo. Bailaba increíblemente bien, rodée su cuello con mis brazos y nos mecimos al ritmo de la música. Le invité a venir a casa de madrugada, en un súbito arranque de excitación y espontaneidad. Todo iba muy bien, había sido educado durante el trayecto hasta el piso y agradablemente perverso después. El asunto se complicó cuando me preguntó si podía quedarse a dormir. Me da pereza volver a casa a esta hora, dijo. No pude más que aceptar, claro, y eso que él no vivía a más de diez minutos. Ahora me parecía torpe e indeciso, tropezando con la ropa que dejamos tirada por el suelo. Por favor, que no toque nada, que se vaya ya... No quedaba ni rastro del tipo carismático, encantador y lleno de talento con el que me había cruzado en un autobús de la línea 12 y con el que el azar me había hecho reencontrarme un jueves por la noche.
- Oye, no te ofendas, pero son las nueve y pico y creo que ya lo hemos alargado más de lo necesario. Deberías marcharte, en serio, a clase o a trabajar o a dormir o donde sea que tengas que ir un viernes por la mañana, le dije incorporándome sobre la almohada.
-Eso suena a despedida.
No, la verdad es que no podía decirse que fuera muy listo el pobre.
-Es que verás, no soporto a la gente mucho tiempo seguido. Me aburre.
-¿Te aburro?
-No, tú no... Bueno, quiero decir, no me aburres tú en particular. Simplemente quiero despertarme y que no quede nadie a mi lado, ¿entiendes? Que se evaporen, que desaparezcan mientras duermo, sin charlitas ni notas ni explicaciones ni visita guiada por mi habitación.
-Bueno, pues me visto, como quieras... No sé, pensé que quizá quisieras que nos ducháramos juntos o algo, luego puedo llevarte a la facultad...
-No, lo siento, no acostumbro a hacer nada de eso acompañada, y menos con alguien a quien conozco desde hace escasamente cuatro días.
-Vale. No quería importunarte, sólo creí que habíamos congeniado.
Ahora me sabía un poco mal haber sido tan franca y directa, pero no tenía ganas de seguir aguantándole. Primero se creen que congeniáis y luego insisten en presentarte a su madre. Además, mi petición me parecía de lo más razonable y lícita: al fin y al cabo, esa era mi cama y yo quería estar sola.
-¿Sabes una cosa?
Ya empezábamos otra vez.
- Dime.
-Yo ya supuse que sería así. Desde el principio. Quiero decir... se te nota en la cara lo que después sucede en la cama.
-¿En serio? ¿Llevo la palabra orgasmo escrita en algún sitio?
-No, no es eso, pero salta a la vista que no tienes novio, ni lo quieres. Se nota en tu manera de mover la cabeza balanceándola despacio, en cómo mantienes la mirada sin apartar los ojos. Hambrienta, pero distante. Cuando nos vimos la primera vez, en el autobús, me pareciste febril y distinta, con una llamada de auxilio grabada en los dedos. Nada que ver con esas chicas que se mueren por algo de atención. Ayer también se notaba por la ropa. Una chica con novio o ganas de tenerlo jamás se habría puesto ese vestido. No es que fuera vulgar, ni demasiado ceñido, nada de eso... Sólo que resultaba evidente que no llevabas... Ehm, bueno, eso, que no llevabas nada debajo... Quiero decir, nada de medias o cosas por el estilo, que impidieran...Se estaba liando solo y empezaba a tartamudear, y ofrecía una imagen deplorable. Acudí a socorrerle.
-Sí, ya entiendo.
Lo cierto es que no entendía nada de nada, pero me vencía el sueño y no se me ocurrió mejor táctica que darle la razón.
-Oye, ¿puedo preguntarte una cosa?
-Claro, gruñí.
-¿Qué fue lo que te llevó a hablarme en el autobús? ¿Por qué me elegiste? ¿Y por qué te decidiste anoche?
-Bueno, lo del bus era pura provocación, sólo estaba jugando, hasta que llegamos a mi parada y tuve que bajarme. Aunque me gustó que te atrevieras a acariciarme justo antes de separarnos. Pero ayer te vi y me pareciste cambiado: me di cuenta de que ya era tarde para retomarlo donde lo dejamos... Lo de anoche fue pura casualidad: estabas en el sitio indicado a la hora adecuada. Podría haber acabado con otro.
-¿Entonces? No lo entiendo... ¿Por qué...?
-Sólo te elegí porque no te sabías la letra de las canciones de moda, porque fuiste el único capaz de articular tu nombre con claridad, porque eras de los pocos en esa fiesta que no iba borracho ni llevaba una camisa hortera.
- ...
-¿Responde eso a tu pregunta?
-Sí.
Ni siquiera hizo falta que me levantara a acompañarle hasta la puerta. Antes de volver a dormirme, me juré a mí misma que cambiaría de trayecto para ir a clase. Incluso iría en bici, si era necesario. Oí cómo cerraba de golpe.
Por fin. Silencio y sesenta centímetros más de colchón.
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