viernes, 22 de diciembre de 2006

Esto no es nada y no significa nada.

Acumulo facturas sin pagar. Hablo con mis padres dos veces al mes. El problema es que me creo todo lo que leo y mi salud mental está empezando a resentirse. Escucho el mismo disco una y otra vez. Hablo con la boca llena de palabras vírgenes y quiero desgarrarlas todas, ensuciarlas, someterlas hasta que resulten hermosas en su humillación. Es tiempo de luces cegadoras y disparos de nieve, pero yo me despierto desnuda tras la fiesta y me asalta la duda. Hay vasos tirados por el suelo y restos de espuma en el desagüe de la bañera y todo me resulta tan irreal como, digamos, Uzbekistán o los niños del tercer mundo. Observo a las parejas discutir en las aceras y quiero gritarles que parecen imbéciles, que dejen de gesticular como idiotas y se dediquen a besarse en los túneles a oscuras, cuando no mira nadie. Escucho golpes en el cuarto contiguo y me entran ganas de abrirme la cabeza a hostias, estrellarme contra la pared o tirarme por la ventana o columpiarme suspendida al borde del abismo. Quizá eso supusiera alguna sensación nueva, y aplacara mi sed por un rato. Es tiempo de balances, de tinta roja y noches en vela. Todo se desmorona y nadie se da cuenta menos yo, que alivio mi fiebre durmiendo sobre un tejado de escarcha. A mí lo único que de verdad me consuela es pensar en todos esos diques arrasados, pensar en todos los naufragios del mundo, y todas las miradas inabarcables que se cruzan sólo una vez.
Construyo paredes de colores, y todas mis palabras no son más que el ilegible resultado de mis noches de insomnio en un piso de alquiler, me escucho hablar en voz alta en una habitación vacía, donde no vivo ni duermo, donde respiro y me alejo, con calculada desmesura, de todos los lugares conocidos. Compro entradas para dos: mi sombra también reclama su parte.
No me despego de las sábanas las tardes de domingo, invento melodías cada tarde y las olvido justo después (por lo que puede que en realidad no haya inventado más que una sola, y la repita todos los días, inventándola de nuevo) y guardo mis secretos más indecentes en el congelador, para que se quemen de frío.
Confieso que en ocasiones tomo la justicia por mi mano, abofeteo a Kafka y me despierto sudando, a las siete de la tarde, después de haber estado matando lobos en sueños durante horas, y admirando, obnubilada, el rastro de su sangre en la nieve, en lugar de traducir a Jean Giono, que era lo que debía hacer.
A veces me imagino que detrás de cada ventana encendida se esconde un hombre de quien enamorarse, y me da por escuchar música de tempo extraño (ragtime?) y perderme en los puertos y dibujar con mi caja grande de lápices de colores. Cuando nada de esto funciona, bailo agarrando muy fuerte a ese desconocido que anida bajo mi ventana, velando lo que sueño, y al que todos llaman, acertada y razonablemente, fantasma.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bailemos, bailemos pues, los últimos compases del derroche, viajeros de la noche, sonámbulos sin pies...
Un dos tres un dos tres
autistas perdidos