Esa noche, yo cruzaba el Boulevard Saint-Michel para dirigirme a la Rue de la Huchette, cuando un coche surgió de la nada, rodeado de sombras. Al principio no sentí nada, sólo la humedad del asfalto contra mi mejilla y un ruido de cristales rotos resonando en mi cabeza. Una mujer salió del coche y se acercó a mí; estaba nerviosa y gesticulaba mucho. Llevaba uno de esos bolsos de cuero negro muy de moda en los ochenta, con un cierre de hebilla y una cadena metálica dorada.
Detrás de la mujer apareció una chica de pelo rizado y abrigo rojo. Tenía un corte en la cabeza. Sangraba poco pero la herida me pareció irreal y fascinante. No pude articular palabra; observaba, alucinado, cómo brotaba la sangre de su frente. Siempre me siento desmesuradamente torpe e inútil cuando se posa sobre mí la mirada de una mujer hermosa. Pensé en mi hermano, que me esperaba en el Quai des Tuileries a orillas del Sena, en los Jardins du Luxembourg donde nos colábamos a veces escalando las verjas, desiertos a estas horas, pensé en todas las luces mudas de esta ciudad imparable y me asaltó el dolor de golpe. Me arrastraron a una ambulancia cuyo grito prolongado hizo eco entre las estrechas calles del Quartier Latin. Vi desfilar por el hueco que la ventanilla las fachadas y los arcos que quedan enfrente de la Rue Rivoli.
El choque me había dejado tan aturdido que sólo entonces me di cuenta de que no llevaba zapatos. Y me quedé así acostado, sin atreverme a decir nada, en el vientre de aquella criatura de metal que me llevaba al Hôpital de la Madeleine, pensando en la chica de rizos y sitiéndome inmensamente estúpido al recordar mi calzado perdido. Lo que más me incomodaba era la certeza de que jamás los recuperaría, de que mis viejos zapatos de suela gastada se quedarían ahí, esperando en mitad de la acera color ceniza, frágiles y vencidos, como un animal abandonado o una de esas palomas que mueren aplastadas bajo las ruedas de un camión, con las vísceras esparcidas.
Detrás de la mujer apareció una chica de pelo rizado y abrigo rojo. Tenía un corte en la cabeza. Sangraba poco pero la herida me pareció irreal y fascinante. No pude articular palabra; observaba, alucinado, cómo brotaba la sangre de su frente. Siempre me siento desmesuradamente torpe e inútil cuando se posa sobre mí la mirada de una mujer hermosa. Pensé en mi hermano, que me esperaba en el Quai des Tuileries a orillas del Sena, en los Jardins du Luxembourg donde nos colábamos a veces escalando las verjas, desiertos a estas horas, pensé en todas las luces mudas de esta ciudad imparable y me asaltó el dolor de golpe. Me arrastraron a una ambulancia cuyo grito prolongado hizo eco entre las estrechas calles del Quartier Latin. Vi desfilar por el hueco que la ventanilla las fachadas y los arcos que quedan enfrente de la Rue Rivoli.
El choque me había dejado tan aturdido que sólo entonces me di cuenta de que no llevaba zapatos. Y me quedé así acostado, sin atreverme a decir nada, en el vientre de aquella criatura de metal que me llevaba al Hôpital de la Madeleine, pensando en la chica de rizos y sitiéndome inmensamente estúpido al recordar mi calzado perdido. Lo que más me incomodaba era la certeza de que jamás los recuperaría, de que mis viejos zapatos de suela gastada se quedarían ahí, esperando en mitad de la acera color ceniza, frágiles y vencidos, como un animal abandonado o una de esas palomas que mueren aplastadas bajo las ruedas de un camión, con las vísceras esparcidas.