sábado, 25 de agosto de 2007

Cobarde

Me sé mejor que nadie. Bien sé que mi fuerte nunca ha sido la dignidad. Me hubiera humillado públicamente, un día tras otro, en hora punta en mitad de la Gran Vía si con eso hubiese conseguido arrancarte una carcajada. Me hubiera bastado tu desprecio. Me hubiera declarado culpable de cualquier delito por la promesa de tu risa.
Quisiera poder acercarme a ti alguna vez, confesártelo todo, decirte que ya son más de mil los dias de espera, las noches en las que no he conseguido dormir porque pienso en ti, pero esto no vas a saberlo jamás porque no voy a atreverme a contártelo. Y es que, además de los defectos ya enunciados (de entre los cuales el peor, sin duda, es amarte como un loco), tengo que confesar que mi fuerte tampoco ha sido nunca la valentía.

viernes, 24 de agosto de 2007

Leccion primera - Ejercite su narcisismo

Juego. Me invento todos los destinos posibles. Soy, una tras otra, enferma terminal desdichada, rehén cruelmente torturada, huérfana abandonada al nacer. En un registro menos trágico, también imagino mi ruptura, todas mis rupturas (las que ya han cicatrizado y las que vendrán después). Las construyo como un largometraje: dibujo cada escena, retoco las localizaciones, me miro mucho. Es una película aburrida: planos largos y estáticos, cámara en mano, muy cerca, captando detalles de mi cara, mi cuerpo a menos de veinte centímetros. Un ojo indiscreto observando el proceso, sin compartir el dolor o el alivio. Es una imagen rara, así como verdosa, casi de Polaroid. Mi piel parece aún más clara, me gusta esa palidez. Debe de haber algún tipo de filtro pero no sé cuál. Hablo poco, siempre se escucha el silencio.

(... Ella llorando desconsolada. Ahoga los sollozos y se tapa los ojos con las manos. La televisión encendida, sin sonido. Ella secándose las lágrimas con la manga del jersey. Ella dormitando en el sofá, por fin, con los párpados hinchados. Respira por la boca, muy hondo, muy despacio. Ella mordiéndose los labios, abrazada a un cojín. Ella en la calle sin abrigo, ruido de botines sobre el asfalto, mirada intermitente. El tráfico, los semáforos en rojo. Peatones refugiándose en su anonimato. Incesantes vagabundeos por la ciudad inhóspita. Ella observando la ventana en la que... Ella sentada en el banco en el que... Ella releyendo cartas de amor...)

Por suerte para mí, no concibo la desgracia como forma de vida aceptable a largo plazo.
Por suerte para el resto de la humanidad, no tengo vocación de mártir. Ni de cineasta.

miércoles, 1 de agosto de 2007

El amor a la intemperie.

No te creas, no siempre fue así, al principio las cosas iban bien y bromeábamos sobre envejecer juntos cogidos de la mano, y hubo un momento, un ínfimo suspiro, en el que yo llegué a creérmelo, pensé que había conseguido calmar sus ansias de destrucción, que la había hecho un poquito mía. Pero no se adiestra nunca a mujeres así, no se dejan. Primero bajan la cabeza y se dejan acariciar, ronronean, y en cuanto se cansan del juego desaparecen y no vuelves a verlas hasta muchos años después. Antes de la explosión estaba hermosa, un mar en calma, conseguía ocuparse de sí misma sin mucho esfuerzo, pero ahora que lo pienso con más tiempo me estaba mandando un montón de señales de socorro, mensajes de humo que yo no supe ver. Cuando se marchó rebusqué entre su ropa en busca de alguna pista, una explicación, cualquier cosa que me consolara, y sólo encontré papeles con garabatos y poemas largos y dibujos hechos con carboncillo.
Seis semanas después me mandó una carta explicando que se mudaba a Barcelona por no sé bien qué asunto y yo, pobre ingenuo, le contesté con verdades absolutas escritas en presente, como si todavía viviera conmigo, le dije “Me siento violento y feroz cuando te miro y sonríes. Quisiera arrancarte la risa a bocados, disfrazarme de vampiro, pedirte que te sientes en otra mesa para abordarte como aquel primer día, convencerte de que me sigas al baño, a cualquier parte, admitirte de entrada que no se me da bien esto de hacer feliz a una mujer hambrienta. Me pongo a temblar de puro miedo cuando te observo dormir con tu sueño agitado e inquieto. Sabría reconocerte con los ojos cerrados. Me aterra la idea de que te marches y no vuelvas” pero ya sabía que era inútil suplicarle, que no volvería conmigo.
Recibí una llamada, al fin, una larga noche de invierno: me levanté de golpe, sobresaltado, y descubrí que su voz todavía tenía el don de apaciguarme los dolores del alma.
- Estoy bien, te llamo de una cabina. No creo que pueda aguantar mucho, apenas tengo monedas...
- Dime, ¿dónde estás? Dímelo mi amor, en seguida voy a buscarte.
Era desastroso. Yo estaba enamorado como un loco y ella insistía en que no necesitaba que nadie fuera a buscarla, sólo quería darme su nueva dirección y desearme suerte. Su voz sonaba rara en la espesa oscuridad de una ciudad muy alejada de la mía.
- He cambiado de apartamento. Tuve que venirme a la costa, quería ver el mar, sólo por comprobar si era capaz de aguantarle la mirada. Quédate algún día que estés de paso, la playa es mucho mejor disfrutarla cuando hace frío y está desierta.
Y, sin embargo, me dio la impresión de que se estaba despidiendo de mí para siempre. Luego colgó y yo me quedé escuchando el pitido del teléfono hasta que me dormí.

Instantánea.

Le clavé las uñas en la espalda para ver si despertaba. Se giró y, con aliento de sueño, me dijo: "Me noto como un agujero en el pecho, como si me hubieran arrancado el corazón, como si me hubieran robado sus latidos, ¿has sido tú?"