martes, 17 de abril de 2007

Que no llegue el armisticio.

Un país en guerra. Una chica en una biblioteca, de pie frente un estante. Parece angustiada.

Piglia había logrado saciarla la noche anterior. Hace unos días decretó que Pappini era oscuro y aburrido. Pensaba saltarse a Pombo sin el menor asomo de culpa. Hoy tocaba Pirandello.
Atrás quedaron las semanas de frío solitario, las horas perdidas agazapada en el sótano, las alarmas que saltaban cada hora. Suspendieron las clases en la facultad cuando comenzó la invasión y ella se aburría mortalmente. El último día del año mataron a su hermano de un tiro en el estómago, en un fuego cruzado. Ella se pasó toda la noche velando su cuerpo, acariciando la manta que le hacía de sudario. Y empezó con Amis en enero, y luego Beckett, Brecht, Bulgakov. Febrero fue tomado por Calvino y Cohen (de Chesterton no había nada), las tropas seguían avanzando y ella volvió atrás para recuperar a Bolaño y después fue el turno de Duras. Justo entonces se puso enferma y, uno tras otro, cayeron Éluard, Faulkner, Handke. Dejó de lado a Ibsen pero acabó, rápida y metódica, con Hesse y Ionesco. Llegó marzo y no cesaban los rumores de bombas y los llantos. Kazantzákis, Maiakovski, Nabokov, etcétera.

Y así casi hasta hoy. Parece angustiada, sí, pero no todo está perdido. Por suerte, aún quedan Queneau, Roa Bastos, Saramago, Salinger, Solzhenitsine ("Me gusta mucho la ese, sí, pero por Sartre no paso, faltaría más. ¿Qué sentido tiene leer a un bizco existencialista en plena guerra?") y luego Tabucchi o Toole. Verlaine, Vian, Vidal. Por riguroso orden. Quizá Woolf. Quizá.
La chica sonríe: aún hay esperanza. Al menos durante el próximo mes, mientras sigan los bombardeos y las sirenas de ambulancia, ella podrá leer tranquila.