Ayer ordené mi habitación. Nada digno de mencionar; sólo papeles y basura. Pero como de algo tiene que servir esta página, transcribo:
Putas etcétera.
I.
A ella, decirle que está guapa es casi tanto como invitarla a pasar la noche en tu cama. Y lo segundo casi le hace más ilusión.
II.
Él era el único que no me trataba como una puta. Se empeñaba en hacerme regalos, me llevaba al cine, me invitaba a cenar. Pero también me dejó, justo un mes después: se disculpó alegando que los polvos conmigo le salían carísimos.
III.
- ¿Qué haces así (des)vestida? ¿Porqué no me dejas un rato en paz? ¿No piensas levantarte nunca? Venga, sal y diviértete!
(Y ella, mordiéndose el labio inferior)
- Es que... yo sólo sé divertirme de una manera.
IV.
Él venía al club todos los días, y pedía siempre lo mismo: un whisky doble. Locamente enamorada, ella le observaba desde lejos, detrás de la barra en penumbra.Y todas las putas noches, ella bebía lo mismo, cuando él se marchaba, en su vaso sucio.
Nadie entendió nunca porqué aquella camarera tomaba whisky si le hacía llorar.
V.
Fue en el año 70. La conocí en L´Éperon, un bar oscuro escondido en un callejón que daba a la calle Barbusse, en París. Fumaba, apoyada en la barra, inaccesible y muda como una estatua. Me senté a su lado y solté alguna frase estúpida, algo sobre el tráfico y el tiempo y las heridas que nunca curan. No desvió la mirada, siguió con los ojos clavados al frente, y yo no pude evitar fijarme en sus tetazas y su boquita de zorra parisina. Me estaba poniendo enfermo de amor.
Seguí con mi absurdo monólogo sobre las miserias de la vida en general. El camarero secaba vasos en un rincón y asentía de vez en cuando. Tras un silencio casi eterno, la chica preguntó mi nombre y luego se limitó a susurrar:
- Oliverio, claro.
Pasé por alto el comentario y comenzé a narrarle mis desventuras de poeta urbano abandonado en una ciudad que se me resistía. Me miró, por fin, me ofreció un cigarrillo: fumaba Gauloises Blondes y eso, dios sabe por qué, me hizo sonreir.
Creo que me acordaré siempre de la curva de su cuello y las ganas de apretarla contra mí y no soltarla nunca, de tenerla arrodillada lamiéndome despacio, las ganas de reventarle la boca hasta golpear su garganta.
Se me debieron de nublar los ojos, porque me pidió doscientos francos y me dijo que me esperaba en el baño. Se largó con el aire resignado que tienen, supongo, todas las que acostumbran a follar por dinero. La seguí, cabizbajo, con el corazón latiéndome en la punta de la polla.
Se levantó el vestido y me ofreció su culo. Yo la empalé como pude, entre gemidos y sollozos. Bastaron un par de embestidas antes de que le diera la vuelta y le salpicara toda. Se relamió las comisuras de los labios mientras me explicaba que siempre lloraba cuando se corría, no podía evitarlo. Luego me supo mal verla así, menguada bajo la luz azul del baño, y le pregunté si tenía hambre, podíamos tomar un café o dormir un par de horas en mi apartamento. En realidad mantenía la vaga esperanza de que me dejara echarle otro polvo, sin cobrármelo esta vez.
Pero sacudió la cabeza y me dijo que nunca salía del bar, que hacía meses que no pasaba el umbral de la puerta, que ya no recordaba la última vez que había salido a la calle, ni la luz del sol ni el mercado de Les Halles ni las aceras llenas de estudiantes vestidos de negro.
Por eso nunca volví al bar de L´Éperon, por pura cobardía, porque me mataba de miedo volver a imaginarla, inaccesible y muda como una estatua, apoyada en la barra, un día tras otro.