Debería haber ido andando. Joder, sí. Debería. Me siento incómoda cuando empiezo a notar que se me pega la ropa al cuerpo y el ambiente se carga de respiraciones entrecortadas, de pisotones y prisas. Se empañan los cristales y todo se vuelve translúcido. Ya no queda ni un centímetro libre de carne en el autobús. La gente sueña, apretujada en los asientos gastados, con primaveras por estrenar y gorriones y tostadas con mantequilla y otras cursiladas que siempre aparecen en las pelis. Y de repente, noto por detrás la cercanía de un cuerpo extraño, sus dedos largos y huesudos que rozan los míos en la barra de hierro con más frecuencia de la estrictamente habitual y necesaria. Me sudan las manos, seguro que me huelen a metal, como cuando manoseas una moneda mucho tiempo seguido. Los olores acaban destiñendo sobre mí, es inevitable, pierden su esencia y se me quedan pegados a la piel como una condena. Sin embargo, el desconocido huele a ropa mojada, a ese vago aroma de lluvia que se presiente en las calles justo antes de una tormenta. Alzo un poco la cabeza, como desafiando aquella presencia insistente, cuyo calor noto a escasos milímetros de mi espalda. Ni se te ocurra restregarte, chaval, que te estoy viendo venir. El típico baboso. O el típico cretino que va de listillo. Quizá los dos reunidos en uno solo. Me giro, doy media vuelta sobre mí misma, pero, para mi sorpresa, descubro a un chico flaco, ojeroso, con la boca llena de secretos. Y le miro mucho, y, de golpe, me gusta. Parece el tipo de tío que subraya frases de libros con un lápiz pequeñito, de ésos que se beben la leche fría por las mañanas, de esos que no entienden de física cuántica ni son capaces de cambiarle la rueda a un coche, pero saben observar los detalles que importan. Esa mañana gris decido enamorarme del lunático de turno. Todo sucede deprisa, durante el trayecto del bus de la línea 12, que sale de la Plaza Borrull a las 07:42, me recoge en el Paseo Ribalta a las 07:57 y, si todo va bien y el mundo sigue girando hacia el mismo lado, llega a la Facultad de Humanas a las 08:03. Siento que me arden las mejillas. Con un gesto casi impreceptible, acerco mi pecho hacia el objeto de mi nerviosismo; date prisa, me digo, te quedan apenas unos minutos antes de bajar... Y me sorprendo de nuevo, algo avergonzada por el ansia implacable de aquel contacto físico, por el huracán que desata en mi garganta este tipo de encuentros imprevisibles. Casi sin querer, me dejo llevar, me resbalo toda mientras cruzamos la avenida Sos Baynat, llena de curvas y frenazos bruscos, que son la excusa perfecta para un nuevo roce. Disfruto imaginándome derretida sobre mi escuálido compañero de juegos. Está tan cerca de mí que casi podría estar dentro. Estoy tan cerca de él que casi podríamos no ser, evaporarnos, convertirnos en diminutas gotas de agua buscándose por los cristales del autobús. Noto su aliento suave en mi sien, me fijo en la curva de su barbilla, intento aprenderle de memoria. Y, de pronto, me acaricia el hueco que queda justo entre el hombro y el cuello, sigiloso y furtivo. Sigue deslizando la yema de sus dedos hasta detrás de mi oreja, deja tras de sí una estela de espuma, una quemadura vibrante que me estremece. Y me susurra algo al oído, algo que yo no acierto a entender del todo, pero vuelvo a estremecerme y esa es la señal inequívoca de que ya puedo dar por perdidas la calma y la razón.[...]
La foto aparece por cortesía de Bruno. Podeis ver más aquí.
sábado, 28 de octubre de 2006
sábado, 14 de octubre de 2006
Suscribirse a:
Entradas (Atom)